Nos despertamos para ver el amanecer, pero mala suerte, está muy nublado y no se ve nada... Aprovechando el madrugón, cogemos las mochilas y nos ponemos en marcha hacia el capricho del viaje: las cabañas circulares con vistas directas al lago. De camino, paramos a desayunar y a tomar aliento, ya que la subidita mata!
Llegamos al hotel y nos dan a elegir entre dos cabañas, nos quedamos con la que más calentita está (nos dicen que tiene doble techo térmico) y alucinamos con el sitio!
Decidimos ponernos en marcha por la mañana y relajarnos por la tarde, por lo que nos ponemos rumbo a la parte más al sur de la isla, para ver el Templo del Sol. El camino es precioso, pasamos por un bosque de eucaliptos y hacemos la Ruta del Calvario, que es realmente un calvario... subidas, bajadas, huertos... Terminamos perdiéndonos y tenemos que atajar por los huertos (sin dañar nada) para poder llegar al Templo.
La verdad es que el templo está algo descuidado y crecen flores silvestres y helechos por doquier, pero el lugar, orientado al este (la salida del sol) y frente al lago, mantiene un toque místico.
Cuando comienza a llover nos sorprendemos bastante, pero cuando la lluvia se convierte en granizo fino no nos lo podemos creer: ¡estamos en el Templo del Sol!
Cuando escampa, volvemos hacia el pueblo caminando cuesta arriba y ¿quién aparece? El Sol. Nos achicharramos durante gran parte del viaje de vuelta, pero por fin llegamos al pueblo, donde comemos mirando al Titicaca.
Después simplemente nos relajamos y disfrutamos de la cabaña, que como veis, es preciosa... ¡Y no hace frío!
Bajamos a ver el atardecer y decidimos volver al pueblo a cenar, porque aquí es muy caro... Desde allí, la puesta del sol se prolonga y probamos por primera vez el vino boliviano. No está tan dulce como el de Perú, pero sigue sin ser vino.
Eso ha sido todo por hoy, por lo que volvemos a nuestra cabaña a observar las estrellas desde el ventanal... ¿No os dijimos que esto era el paraíso?
Decidimos ponernos en marcha por la mañana y relajarnos por la tarde, por lo que nos ponemos rumbo a la parte más al sur de la isla, para ver el Templo del Sol. El camino es precioso, pasamos por un bosque de eucaliptos y hacemos la Ruta del Calvario, que es realmente un calvario... subidas, bajadas, huertos... Terminamos perdiéndonos y tenemos que atajar por los huertos (sin dañar nada) para poder llegar al Templo.
La verdad es que el templo está algo descuidado y crecen flores silvestres y helechos por doquier, pero el lugar, orientado al este (la salida del sol) y frente al lago, mantiene un toque místico.
Cuando comienza a llover nos sorprendemos bastante, pero cuando la lluvia se convierte en granizo fino no nos lo podemos creer: ¡estamos en el Templo del Sol!
Cuando escampa, volvemos hacia el pueblo caminando cuesta arriba y ¿quién aparece? El Sol. Nos achicharramos durante gran parte del viaje de vuelta, pero por fin llegamos al pueblo, donde comemos mirando al Titicaca.
Después simplemente nos relajamos y disfrutamos de la cabaña, que como veis, es preciosa... ¡Y no hace frío!
Bajamos a ver el atardecer y decidimos volver al pueblo a cenar, porque aquí es muy caro... Desde allí, la puesta del sol se prolonga y probamos por primera vez el vino boliviano. No está tan dulce como el de Perú, pero sigue sin ser vino.
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